-No te acuerdas –dijo Mistra mientras se secaba el sudor con un pañuelo que retiró de mi chaleco.
-No, no recuerdo, al menos no ahora, tal vez mañana –solté palabras sólo para que ella callará y regresará a dormir a mi lado. Su lado así único es, su desnudez atrae en mi el insomnio. Sin que ella lo note le destapó por las noches, y por las mañanas el estornudo le hace a ella sospechar de corrientes de aire en la alcoba, y ya me manda a cubrir ventanas con plástico. Nada cambia mi comportamiento y la cama está recubierta por un colchón de plástico que me asfixia si solo duermo. Detesto cuando ella debe ir a trabajar fuera, ella soporta sin más mis ausencias. Le odio por no asquearse de mis soledades.
-Deberías de tomar medicamentos para la memoria, o tomar agua como los elefantes, hidratar tú cerebro (ríe) –me lo dice mientras busca mi desnudez entre las sabanas.
-Que medicamentos tomaría, si parezco un botiquín con patas (río). Pero al fin, si las conoces, ponlas en mi saco, seguro no pueden evitar el olvido –cerraba y abría los ojos, desapareciendo la costumbre en mis ojos del eterno adorno de oscuridad que les tallaba.
Olvidar, debemos de olvidar, siempre es apropiado olvidar, es un paso siguiente a la memoria. No podría almacenar lo nuevo, si antes no desaparecen arrepentimientos, sentimientos del rencor, dolores, pesadillas, realidades, al fin olvidar. Pero es imposible por más que lo deseemos recordar algo, al menos yo no puedo. Es encerrarme en un sótano, tener llave, saber dónde la puerta está, como debo de arribar a la chapa, pero la llave se deshace, la puerta se extiende en un infinito ensanchado de cristal, y la chapa son brazos que rechazan la penetración.
A los 60 años mi mente, claro, se deteriora, se aferra a algo, a todo.
Ella pone una vela en el pastel de los años, y sucintamente alargo la cara, restirando así el deseo de tomar su pastel y arrojarlo a la calle. Me ofende esa mentira estúpida, y me ofende ella, y me ofendo yo. Agonizo a diario, la fuerza no es la misma, los brazos se hacen flácidos, el sexo necesita más de un roce para satisfacerla. Se a bien que ella sólo está conmigo por la mecánica costumbre o por algo que desconozco, pero se bien que amor no es ya. La he arrojado a la calle con sus ropas, sus cremas, sus perfumes, todo aquello que le permite escribir en su rostro una pausa, un contorno de ilusión verídicamente incomportablemente. Pero regresa, y devuelve un orden a este mi caos violento.
Mi vida ha sido sometida a la “Cura del retiro”. Este es el salpullido que emerge tarde o temprano: Me acuesto en cama, me levanto, me baño, me siento en un sillón a leer la vida de todos los otros, los desconocidos, me arrojo a caminar y leer en los parques novelas incompletas, me acompaño a depender de otro para no volverme cuerdo.
Al estar “curado”, y aún con los albores de la despedida de los compañeros del trabajo, que dicen adiós, entregando la necesidad firmada de ser retenidos ellos también, aun dos horas después de que la tarjeta dice: Jubilado. En esos días “posprevios” de adquirir todos los síntomas, uno dice, he de hacer esto y aquello, terminar eso, viajar, comprar, visitar, pero poco a poco el hacer se convierte en una lista tachada de la A a la Z; Viajar es una utopía de planes y mapas, las brújulas funcionan, pero la cartera le preocupa, la vida le aterra, pues se determina el norte, el sur, el oriente y poniente, con un signo de pesos. Uno regresa a su dulce o amargo hogar. Es absurdo creo, cuando manifestamos que gustamos de regresar a casa, mi ser se conformaría siendo ajeno y propio, siempre con un paso siguiente, siempre el otro. Es ser otro, caminar, ser nómada, ser uno de esos indios chichimecas.
He tomado la lista de teléfonos, la he recorrido, he tachado a mas de 15, y ellos probablemente me crean una línea en medio del nombre. Visitarles me devuelve un rostro hipócrita, sonrío y por dentro escupo el sinsabor. Nos damos abrazos, nos decimos la juventud aparente, la real, los achaques, las felicidades, las edades, los nietos, los hijos, los triunfos, pocos fracasos y acaba la sorpresa, las palabras se ensombrecen en un silencio insoportable, ambos conocidos, buscamos como deshacernos del otro, y apenas uno dice un ajá, el otro se despide, y dice hasta luego, y a la siguiente visita uno repite la dosis. 20 ó 30 años nos dividen, nos vuelven desconocidos, y los momentos, sólo son una realidad ofuscada, un tentempié para no saberse ignorado.
Cuando me encontró Mistra, me deje agolpar en su cuerpo, era un nuevo mapa, mi “terra incógnita”. Desteñido de juventud los cuerpos de 60 años ya son, necesitan de mujer joven, es lo único que podemos necesitar, descubrir una juventud retozar de nuestra vejez, a ellas el tiempo le parece experiencia, el almacenar datos resulta inteligencia, y los errores son metamorfosis de sabiduría. Tal vez Dios por lo tanto, ha recomendado al oído y en secreto, y en todas las comunidades de humanos, el sacrificio de jóvenes vírgenes, así disfruta de mujer joven en la cama. Puede ser. Si tuviera la edad de Dios, acaso sería Dios mismo…debo conformarme con ser sabio para Mistra.
¿Dios olvida?
Dicen que todo futuro está determinado, pero el pasado no tiene Dios, al menos yo no lo sé, está Cronos y verdad es, ¿pero acaso en una mitología humana, existe alguien exclusivo de pasado?, la vida es un pequeño espacio de sueño, la vida avanza, la vida es todo, no es un cielo. ¿Pero el pasado, porque no avanza? ¿Por qué no podemos tomar un avión a nuestra infancia, o redescubrir secretos de mi subconsciente? Dicen algunos que el pasado es una sucesión de presentes. Esta mañana el que yo haya tomado leche, se repite interminablemente, el traspasar leche por mi garganta, cosas así, y me siento solidario de mi pasado inapelable e inamovible, insatisfecho de la continuidad, pero no se dan cuenta, ellos viven presentes. Soy olvido, no soy datos, no tengo impreso en una agenda puntualmente todas mis actividades, no tendría tiempo para realizar cosa alguna, sólo describiría interminablemente como escribo, y las anécdotas necesarias de comidas, de baño, de sexo, de soledad, pero sería todo con la libreta en mano, no tengo la memoria de Funest, llamado el memorioso. Cuando escuche por primera vez ese cuento, me reí, debo admitirlo, y no sólo eso, hice con mis compañeros de aula, representaciones de esa mediocre situación.
He hecho gritos por noches, y nadie ha descubierto quién es el emisor de tan peculiar actividad. Mistra me acompaña en esta explosión de secretos, es una confesión, pero confieso ciclos de arrepentimientos, por lo que siempre, que bueno, ha de llegar el momento en que vuelvo al mismo silencio de voces y oídos. Mistra los desenvuelve, sin estar pendiente de su hombro derecho, donde me posiciono yo. Ha confesado que me ha odiado, que me ha detestado, que le he dado asco, y llora mientras lo hace. No sé si ello la exonera. Puedo odiarla, y tengo derecho en mi secreto, pero no, no reprocharle la sinceridad. Es evidente que uno gustaría de mentiras piadosas, mentiras con un poco de sal y pimienta, para digerirlas mejor, y que el estomago no se doliera de esa intranquilidad embarrada de un exquisito bálsamo para mariposas.
Tengo un maletín que lo porte con orgullo desde que asistí a mi primer día de trabajo, en aquella ignorancia el sueldo, me alcanzaba para comprar una casa, un yate, disponer de fiestas a mis amigos, repartir a casas de beneficencia el resto. Una compra sirve para reducir los planes, y volverse seriamente precavido en gastos, y un poco avaro. Al casarme cuide de guardar un peso, y lo escondía como huevo de pascua. Mis hijos no tenían complejos de conejos y la pascua sólo representaba vacaciones en su imaginario, por lo que sin deducciones complejas, pronto descubrieron a la vista de sus ojos mi tesoro, le gastaron en dulces. Enojarme, lo hice, aseste golpes en sus cuerpos, gastaron mi tiempo hecho monedas, arruinaron mi pasado, rápido corrí a sus pies, y con labios mojados les trace perdones en sus piernas, y ellos paso a paso recorrieron la casa, y me dejaron como presente la mitad del botín, también le guarde. Pero he olvidado donde esta ese tesoro de dulce y arrepentimiento.
Funest, Funest el memorioso. Ya no poseo pena, ni lastima, ni enojo de su condición, frente a estas hojas y frente a las burlas de ayer, lo admiro, lo envidio, lo añoro. Ha desafiado a Dios. Recuerda todo. Es su venganza privada y exclusiva contra Dios. En un principio sé, no lo supongo, que los hombres eran comunidades de Funest, de memoriosos, unos podían recordar como las hojas caían, cuando, porque, donde, y donde iban a parar. Algunos otros sabían cómo los Mamuts se morían, sus nombres, sus familias, como iban en manadas. En otros lugares seguían a las aves, les miraban, les adoraban su camino. Niño y ave crecían, y tarde o temprano emigraban. Dios es un celoso, envidioso, tosco y misterioso, pensó que el humano seguiría recordando y trasmitiendo todo a sus hijos, generación, tras generación recordando su entorno. Claro que junto con su disciplina también seguían la evolución de sus cuerpos y los de sus otros, sus miedos, sus alegrías, sus sueños. Pero Dios es celoso.
Nadie, al paso de esas generaciones alababa Dios. Habían encontrado una matemática impredecible del mundo, no reconocían destino, y el despertar de la tierra, no sería ya, la ira de Dios. Los volcanes ó los eclipses se habían convertido en un axis mundi, no con cielos o con inframundos, sino con horizontes y maravillas.
El diluvio fue la venganza de Dios dicen algunos, y no es así. Dios dio el olvido, Dios nos tentó con el olvido, y caímos sin Evas, y sin serpientes por esa cómoda condición, de ser sometidos, a cambio de un limitado y desahuciado albedrío. Arriesgo él su propia existencia, pero por un momento ganó. No se me reprima por llamar a ese algo: “Dios”, le doy nombre, pero no determino su forma y eternidad, sin embargo reconozco sus defectos, al menos los que yo deseo saberlos así. He amado mis cadenas, deseo olvidar, es un consuelo del esclavo al ser liberado. Pero no soy libre, sigo olvidando, no recuerdo como se fue Mistra, sólo me queda su fotografía, y le sigo hablando como si ella se recostará junto a mí.
-Te quiero, no sé porque, pero te quiero-dijo Mistra.
-Luego entonces no me quieres.
-Si tal vez tenga razón, pero déjame decir las palabras, suenan bien, deseaba decirlas.
-Te serviría si te las repito yo.
-Desearía escucharlas. Sí, porque no, a ti estoy segura que te han hecho bien, puede ser para mí lo mismo.
-Te amo. Lo siento, no puedo sonar falso. Mi edad no es de juegos de mentiras, la verdad resulta una mentira en este momento, y sin embargo me satisface estar así contigo, sin más, sin menos. No desearía otro lugar mejor, al menos, no ahora.
-No, no recuerdo, al menos no ahora, tal vez mañana –solté palabras sólo para que ella callará y regresará a dormir a mi lado. Su lado así único es, su desnudez atrae en mi el insomnio. Sin que ella lo note le destapó por las noches, y por las mañanas el estornudo le hace a ella sospechar de corrientes de aire en la alcoba, y ya me manda a cubrir ventanas con plástico. Nada cambia mi comportamiento y la cama está recubierta por un colchón de plástico que me asfixia si solo duermo. Detesto cuando ella debe ir a trabajar fuera, ella soporta sin más mis ausencias. Le odio por no asquearse de mis soledades.
-Deberías de tomar medicamentos para la memoria, o tomar agua como los elefantes, hidratar tú cerebro (ríe) –me lo dice mientras busca mi desnudez entre las sabanas.
-Que medicamentos tomaría, si parezco un botiquín con patas (río). Pero al fin, si las conoces, ponlas en mi saco, seguro no pueden evitar el olvido –cerraba y abría los ojos, desapareciendo la costumbre en mis ojos del eterno adorno de oscuridad que les tallaba.
Olvidar, debemos de olvidar, siempre es apropiado olvidar, es un paso siguiente a la memoria. No podría almacenar lo nuevo, si antes no desaparecen arrepentimientos, sentimientos del rencor, dolores, pesadillas, realidades, al fin olvidar. Pero es imposible por más que lo deseemos recordar algo, al menos yo no puedo. Es encerrarme en un sótano, tener llave, saber dónde la puerta está, como debo de arribar a la chapa, pero la llave se deshace, la puerta se extiende en un infinito ensanchado de cristal, y la chapa son brazos que rechazan la penetración.
A los 60 años mi mente, claro, se deteriora, se aferra a algo, a todo.
Ella pone una vela en el pastel de los años, y sucintamente alargo la cara, restirando así el deseo de tomar su pastel y arrojarlo a la calle. Me ofende esa mentira estúpida, y me ofende ella, y me ofendo yo. Agonizo a diario, la fuerza no es la misma, los brazos se hacen flácidos, el sexo necesita más de un roce para satisfacerla. Se a bien que ella sólo está conmigo por la mecánica costumbre o por algo que desconozco, pero se bien que amor no es ya. La he arrojado a la calle con sus ropas, sus cremas, sus perfumes, todo aquello que le permite escribir en su rostro una pausa, un contorno de ilusión verídicamente incomportablemente. Pero regresa, y devuelve un orden a este mi caos violento.
Mi vida ha sido sometida a la “Cura del retiro”. Este es el salpullido que emerge tarde o temprano: Me acuesto en cama, me levanto, me baño, me siento en un sillón a leer la vida de todos los otros, los desconocidos, me arrojo a caminar y leer en los parques novelas incompletas, me acompaño a depender de otro para no volverme cuerdo.
Al estar “curado”, y aún con los albores de la despedida de los compañeros del trabajo, que dicen adiós, entregando la necesidad firmada de ser retenidos ellos también, aun dos horas después de que la tarjeta dice: Jubilado. En esos días “posprevios” de adquirir todos los síntomas, uno dice, he de hacer esto y aquello, terminar eso, viajar, comprar, visitar, pero poco a poco el hacer se convierte en una lista tachada de la A a la Z; Viajar es una utopía de planes y mapas, las brújulas funcionan, pero la cartera le preocupa, la vida le aterra, pues se determina el norte, el sur, el oriente y poniente, con un signo de pesos. Uno regresa a su dulce o amargo hogar. Es absurdo creo, cuando manifestamos que gustamos de regresar a casa, mi ser se conformaría siendo ajeno y propio, siempre con un paso siguiente, siempre el otro. Es ser otro, caminar, ser nómada, ser uno de esos indios chichimecas.
He tomado la lista de teléfonos, la he recorrido, he tachado a mas de 15, y ellos probablemente me crean una línea en medio del nombre. Visitarles me devuelve un rostro hipócrita, sonrío y por dentro escupo el sinsabor. Nos damos abrazos, nos decimos la juventud aparente, la real, los achaques, las felicidades, las edades, los nietos, los hijos, los triunfos, pocos fracasos y acaba la sorpresa, las palabras se ensombrecen en un silencio insoportable, ambos conocidos, buscamos como deshacernos del otro, y apenas uno dice un ajá, el otro se despide, y dice hasta luego, y a la siguiente visita uno repite la dosis. 20 ó 30 años nos dividen, nos vuelven desconocidos, y los momentos, sólo son una realidad ofuscada, un tentempié para no saberse ignorado.
Cuando me encontró Mistra, me deje agolpar en su cuerpo, era un nuevo mapa, mi “terra incógnita”. Desteñido de juventud los cuerpos de 60 años ya son, necesitan de mujer joven, es lo único que podemos necesitar, descubrir una juventud retozar de nuestra vejez, a ellas el tiempo le parece experiencia, el almacenar datos resulta inteligencia, y los errores son metamorfosis de sabiduría. Tal vez Dios por lo tanto, ha recomendado al oído y en secreto, y en todas las comunidades de humanos, el sacrificio de jóvenes vírgenes, así disfruta de mujer joven en la cama. Puede ser. Si tuviera la edad de Dios, acaso sería Dios mismo…debo conformarme con ser sabio para Mistra.
¿Dios olvida?
Dicen que todo futuro está determinado, pero el pasado no tiene Dios, al menos yo no lo sé, está Cronos y verdad es, ¿pero acaso en una mitología humana, existe alguien exclusivo de pasado?, la vida es un pequeño espacio de sueño, la vida avanza, la vida es todo, no es un cielo. ¿Pero el pasado, porque no avanza? ¿Por qué no podemos tomar un avión a nuestra infancia, o redescubrir secretos de mi subconsciente? Dicen algunos que el pasado es una sucesión de presentes. Esta mañana el que yo haya tomado leche, se repite interminablemente, el traspasar leche por mi garganta, cosas así, y me siento solidario de mi pasado inapelable e inamovible, insatisfecho de la continuidad, pero no se dan cuenta, ellos viven presentes. Soy olvido, no soy datos, no tengo impreso en una agenda puntualmente todas mis actividades, no tendría tiempo para realizar cosa alguna, sólo describiría interminablemente como escribo, y las anécdotas necesarias de comidas, de baño, de sexo, de soledad, pero sería todo con la libreta en mano, no tengo la memoria de Funest, llamado el memorioso. Cuando escuche por primera vez ese cuento, me reí, debo admitirlo, y no sólo eso, hice con mis compañeros de aula, representaciones de esa mediocre situación.
He hecho gritos por noches, y nadie ha descubierto quién es el emisor de tan peculiar actividad. Mistra me acompaña en esta explosión de secretos, es una confesión, pero confieso ciclos de arrepentimientos, por lo que siempre, que bueno, ha de llegar el momento en que vuelvo al mismo silencio de voces y oídos. Mistra los desenvuelve, sin estar pendiente de su hombro derecho, donde me posiciono yo. Ha confesado que me ha odiado, que me ha detestado, que le he dado asco, y llora mientras lo hace. No sé si ello la exonera. Puedo odiarla, y tengo derecho en mi secreto, pero no, no reprocharle la sinceridad. Es evidente que uno gustaría de mentiras piadosas, mentiras con un poco de sal y pimienta, para digerirlas mejor, y que el estomago no se doliera de esa intranquilidad embarrada de un exquisito bálsamo para mariposas.
Tengo un maletín que lo porte con orgullo desde que asistí a mi primer día de trabajo, en aquella ignorancia el sueldo, me alcanzaba para comprar una casa, un yate, disponer de fiestas a mis amigos, repartir a casas de beneficencia el resto. Una compra sirve para reducir los planes, y volverse seriamente precavido en gastos, y un poco avaro. Al casarme cuide de guardar un peso, y lo escondía como huevo de pascua. Mis hijos no tenían complejos de conejos y la pascua sólo representaba vacaciones en su imaginario, por lo que sin deducciones complejas, pronto descubrieron a la vista de sus ojos mi tesoro, le gastaron en dulces. Enojarme, lo hice, aseste golpes en sus cuerpos, gastaron mi tiempo hecho monedas, arruinaron mi pasado, rápido corrí a sus pies, y con labios mojados les trace perdones en sus piernas, y ellos paso a paso recorrieron la casa, y me dejaron como presente la mitad del botín, también le guarde. Pero he olvidado donde esta ese tesoro de dulce y arrepentimiento.
Funest, Funest el memorioso. Ya no poseo pena, ni lastima, ni enojo de su condición, frente a estas hojas y frente a las burlas de ayer, lo admiro, lo envidio, lo añoro. Ha desafiado a Dios. Recuerda todo. Es su venganza privada y exclusiva contra Dios. En un principio sé, no lo supongo, que los hombres eran comunidades de Funest, de memoriosos, unos podían recordar como las hojas caían, cuando, porque, donde, y donde iban a parar. Algunos otros sabían cómo los Mamuts se morían, sus nombres, sus familias, como iban en manadas. En otros lugares seguían a las aves, les miraban, les adoraban su camino. Niño y ave crecían, y tarde o temprano emigraban. Dios es un celoso, envidioso, tosco y misterioso, pensó que el humano seguiría recordando y trasmitiendo todo a sus hijos, generación, tras generación recordando su entorno. Claro que junto con su disciplina también seguían la evolución de sus cuerpos y los de sus otros, sus miedos, sus alegrías, sus sueños. Pero Dios es celoso.
Nadie, al paso de esas generaciones alababa Dios. Habían encontrado una matemática impredecible del mundo, no reconocían destino, y el despertar de la tierra, no sería ya, la ira de Dios. Los volcanes ó los eclipses se habían convertido en un axis mundi, no con cielos o con inframundos, sino con horizontes y maravillas.
El diluvio fue la venganza de Dios dicen algunos, y no es así. Dios dio el olvido, Dios nos tentó con el olvido, y caímos sin Evas, y sin serpientes por esa cómoda condición, de ser sometidos, a cambio de un limitado y desahuciado albedrío. Arriesgo él su propia existencia, pero por un momento ganó. No se me reprima por llamar a ese algo: “Dios”, le doy nombre, pero no determino su forma y eternidad, sin embargo reconozco sus defectos, al menos los que yo deseo saberlos así. He amado mis cadenas, deseo olvidar, es un consuelo del esclavo al ser liberado. Pero no soy libre, sigo olvidando, no recuerdo como se fue Mistra, sólo me queda su fotografía, y le sigo hablando como si ella se recostará junto a mí.
-Te quiero, no sé porque, pero te quiero-dijo Mistra.
-Luego entonces no me quieres.
-Si tal vez tenga razón, pero déjame decir las palabras, suenan bien, deseaba decirlas.
-Te serviría si te las repito yo.
-Desearía escucharlas. Sí, porque no, a ti estoy segura que te han hecho bien, puede ser para mí lo mismo.
-Te amo. Lo siento, no puedo sonar falso. Mi edad no es de juegos de mentiras, la verdad resulta una mentira en este momento, y sin embargo me satisface estar así contigo, sin más, sin menos. No desearía otro lugar mejor, al menos, no ahora.
2 comentarios:
WAO! ME MATASTE CON ESTE POST... TE CITO UNA FRASE QUE ME GUSTO MUCHO: "desahuciado albedrío" UFF MUY BUENA ;)
SIGA ESCRIBIENDO ASI DE BONITO QUE LE ESPERAN MUCHAS COSAS POSITIVAS.
T ENVIO MUCHA ENERGIA POSITIVA,
CDT, MALVA MARINA
"la memoria es una galería, tan extensa y variada, tan llena de soledad y alegría... en realidad no olvidamos, tal vez sea que no queremos ver más esos cuadros, por que estamos a un paso de crear una nueva sala para el gran museo que es la vida"...
Monica
Publicar un comentario