Eclipse
Cerrar las ventanas no impide el silencio, abrirlas, no ayuda a que se desborde la habitación de palabras. Nada ayuda al recuerdo, si el olvido es rey. En las calles el rocío de la mañana va formando una hilera interminable e incontable de segmentos de cristal. Niños pueden ser causantes de aquel rocío, si así, de pequeños entrarán en casas y tomarán de sus estantes algunos objetos de cristal, no ya para arrojarlos al suelo como despojo, sino para usarlos en un baile de risas mudas y sonrisas sinceras. Un ritual exquisito de creacionismo, algunos podrán hacer que las flores hablen, otros podrán hacer que el mar sea aire ligero y pueda respirarse, algunos más, podrán hacer de sus cuerpos plumas y arrojarse sin hilos.
Golefh vive en un quinto piso. Su cuarto durante las noches es un ser fantástico, de mil ojos, sin manos, sin pies. La palomas, gorriones, gaviotas, y otros animales con alas, gustan de ir a comer las sobras que los panaderos abandonan en los basureros, y así reposando sus barrigas llenas, se recuestan en sus colas a ver la luna, ellas bajo esta contemplación, impiden que aquel ser posea mil ojos, y sin embargo dejan unas siluetas que desde la cama de Golefh se revelan como borregos, armadillos, peces, aves, etc. La cama crea un eje que va del sudeste al noroeste, no lo sabe, no sabe de brújulas, a penas conoce de imprentas y mal. Es aprendiz de un taller que se encuentra a un costado de la fuente de San Sebastián, quién ha sido despojado de las flechas, de la cuerda, de la cabeza, de un pie, y de un brazo.
La imprenta, como todas, se encarga de absorber y disolver las letras de los libros, reingresándolos a las casas sin que posean las abominables letras. Toda aquella tinta se almacena en cajas de madera, se le hecha un polvo, se deja algunos minutos al horno, se extraen y se hacen barras que son vendidas a países vecinos. Los aprendices como Golefh pasan algunos minutos de su jornada a tomar una clase, en donde a través de métodos de pánico, son asimiladas como objetos del terror las letras. Concluida la clase, son traspasados a una sala en donde se les deja al contacto con animales domesticados, perros, gatos, borregos, etc.
No siente un odio a las letras Golefh, no ha conseguido despertar ese pánico que producen en sus compañeros las letras, debe de buscar dentro de él, aquel pavor, y no puede encontrarle. Durante la clase de de pánico grita y alimenta con su rostro todo tipo de contracciones musculares, todo es falsedad.
Cuando en el rol de actividades es dispuesto para la limpieza de la imprenta, Golefh acude a los desperdicios de ella, para buscar y encontrar algunas letras sueltas en el piso, las guarda disimuladamente en su zapato, y al llegar a su casa las estudia, y las coloca sobre la mesa, y busca atraer en sus sentimientos aquellas sensaciones de pánico, se desespera las más de las veces, y llora de esa potencia redentora que ve en ellas.
Una tarde acudió el casero a cobrar la renta como cada fin de mes. Aquél observó en el piso de la entrada a la casa, una pequeña grieta, al levantar los pedazos de cemento roto, descubrió unas hojas de papel, en ellas, se mostraban descaradamente letras, todas con una potencia abrumadora. El casero se mostró petrificado, corrió a llamar rápidamente a la puerta de su inquilino, le mostró con un brazo extendido, mientras lo abrazaba la dirección de aquel ser. Golefh le acompaño hasta las escaleras, que para ese momento, ya habían perdido en la conciencia del casero su función, por lo que trémulamente fue reproduciendo un viejo recuerdo de escaleras, y bajo. En ese viaje de miedos y salvaciones, habían acordado que él, las llevaría a la imprenta para su destrucción, pero al ser removidas aquellas, encontró que envolvían un libro sin el daño causado por las imprentas de remoción de tinta, pero encarcelado estaba en los aros de un tiempo. Golefh fue removiendo la tierra y despegando con su mano las hojas, que la humedad había unido. Se fue advirtiendo en ellas una historia, que narraba acerca de un Prometeo, el cual, aparecía con el calificativo de dios. Él había robado el fuego de otro dios llamado Zeus, y la técnica de su fabricación a Hefesto. Del resto del libro, sólo quedaban letras en caos. Golefh no podía conservar el libro, debía de cumplir con su destrucción, y así fue hecho.
Una tarde de febrero su abuelo murió. En la mañana de abril fue llevado sobre los hombros al cementerio. Las manos de Golefh sólo le eran recordadas con un ramo de girasoles. Su abuelo intercalaba esa flor en cada una de sus historias, ya sea como adorno de casas, como paisaje por donde se corría, ya como regalo, etc. Sentado en casa, acudía al espejo a buscar en esa realidad alterna y posible, los seres que corrían a través de palabras, en boca de su abuelo. Bajo un halo de nostalgia recordó. El espejo se había roto y bajo la cama aguardaba su marco el remplazó, pero ya nadie poseía uno.
Los lagos habían sido desecados y su agua almacenada. Los peces nacían y sólo hacía la muerte nadaban. Caía del cielo agua es verdad, el ciclo del agua era un continuo, pero su cuerpo era ácido, y laceraba la piel. Lágrimas así descendían de las paredes de un cielo, los momentos del llorar eran anticipados, cinco minutos de aviso bastaban para ahuyentar, apresurar y prevenirse de ella. El pánico volvía al escenario.
El aire era repartido entre los habitantes, el suficiente para respirar durante toda su vida, pero no para correr, brincar, etc. y si para gritar de ante el pánico. El promedio de vida era de sesenta años, cuando alguien menor a esa edad moría, se buscaba un culpable del consumo excedente en el aire. Siempre lo había, y no por persecución, sino por voluntad, salía uno u otro a confesar su falta. Se promediaba aquel consumo de aire, y al ser restado de su esperanza de vida, se fijaba una fecha, en la que era asfixiado frente a su familia.
Polvo y ceniza. Barro sea el humano. Maíz sea su cuerpo. El ser deidad en aquel lugar era desquiciante, ya no había materiales de la edificación humana. El piso fue sustituido con cemento, de piedra molida, de pavimento. La comida era encapsulada en pastillas que al disolverse en el estómago, repartían sustancialmente carbohidratos, proteínas, vitaminas, etc., el cuerpo químicamente perfecto se poseía.
Prometeo arrebató de un Olimpo fuego, lo entregó al hombre, el hombre lo encarcelo, lo domino, lo hizo esclavo. Es su sirviente. Se construyeron cárceles en honor de él. A veces escapaba, se defendía y expandía, el hombre lo asediaba con mayor fuerza, y siempre lograba victorias. Lo colocó frente a él. Le dio calor antes que luz. Le otorgó al hombre la noche. Por un tiempo mítico los sacerdotes llamaban al rayo para ser fuego, algunos se quedaron ahí, hoy son árboles, y se ofrecen en sacrificio. Nadie les mira, nadie los observa, la mecánica vida que se posee, sólo responde a fórmulas y soluciones. Se han clasificado a los árboles como proveedores de muerte, la muerte es un estandarte del pánico, y este de la salvación. El temor es el camino.
-Quién tuvo la jodida idea de llamarle así, acaso un día despertó y se descubrió así –dijo Golefh mientras conversaba en el salón de animales domésticos.
-Nacemos con un destino, esta trazado –dijo su compañero.
-Pero aquí tengo un borrego, si lo mato, yo tendré el control de mi destino.
-Matarlo, eso no lo puedes hacer, temblarías y perderías la razón si acaso lo haces.
-Tu destino consiste en vivir hasta los sesenta años, no más, no menos. En ayudar a la destrucción de letras. En servir. –dijo otro.
Enmudeció Golefh mientras acariciaba al borrego, no podía negar la lógica en aquellas palabras, sea cual fuera el emisor, el destino no podía ser disuelto. Mientras posaba la mirada en un pasado. Penetró su mano en la boca del borrego, llegó al corazón y mientras el borrego se estremecía, él iba sintiendo los latidos disminuir uno a uno, el ritmo iba perdiéndose, la sangre había manchado su cuerpo. Los que miraban aquello se quedaban estáticos, sin movimiento alguno, sin posesión de sus cuerpos, sus esfínteres se dilataban, ya locos eran, menos Golefh.
Atravesó varios pasillos, calles, ascendido y descendido edificios, y al final fue recluido en una caja negra, sin luz, sin calor, junto a otras mil. Despertó sin dolores o pesadillas en su recuerdo. Abrió la caja. Nadie le opuso resistencia. Frente a él yacía otra caja, en ella un cuerpo inerte, a pesar de la oscuridad sentía en sus oídos la quietud. Un olor reconoció, agachándose toco un rostro, supo su nombre. Salió de esa caja, y todo oscureció. Abría, cerraba, y en sus ojos nada se reconocía como imágenes. Empujando aquí y allá, logró salir a una calle, ello sólo era comprobable por un resplandor que salía de un punto lejano. Sentado en la banqueta, apreso sus manos dentro de la chaqueta. Mientras se iban disolviendo sus manos, rozó su meñique una pastilla de comida, la cual yació atrapada entre las costuras. Mientras su cuerpo reconocía aquellos componentes, sus manos temblaron y sus piernas juntas rozándose mutuamente comenzaron, el frío cubría sus sentidos. Palpando el piso y arrastrándose se adentró en un cuarto vació, sin personas dentro de él, bajo aquella seguridad limitada durmió.
Ratas rascaban la puerta de entrada, y al cabo de unos minutos Golefh se puso de pie y busco la puerta de calle. Mientras aquellas manos perforaban en la profana oscuridad, se anclaron en un interruptor de luz, lo movió de un lado al otro, pero no conseguía reacción alguna. Alzo las manos para localizar la bombilla, al hacerlo, un filo rasguño su dedo, y un glifo de sangre se abrió y alcanzó el suelo. Avanzó en el aire a otras bombillas. Todas estaban rotas…(Continuará)
jueves, enero 11, 2007
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